La expedición

La iridiscencia amarilla del sol permeaba sobre la escena urbana en una tarde ambarina como cualquier otra de verano.

El césped, curtido por el inexorable abrazo del sol, se doblegaba vagamente sobre la tierra seca. Las tonalidades grisáceas del cemento se volvían dulcemente incandescentes, como una yema tostada en un patio de espejos; y el cielo, impune ante la hegemónica mano del sol, añil y blanco, encendía las largas sombras de la tarde vespertina. Hoy era el día.

Mis compañeros de expedición me estaban esperando. Cada vez eran unos diferentes, lo cual era normal, pues esta frivolidad de acto solo sucedía cada muchos años. Yo era la única interesada, realmente, y todavía no sé por qué.

En el campo, se hallaba una colina, en la colina, se hallaba una casa, y en la casa, se hallaba la aventura, la incógnita, el morbo, la travesura. Rodeada de árboles y maleza esmeralda y profunda, imbuida en el peso del paso del tiempo, donde los recuerdos son solo pruebas anecdóticas del devenir, la vida y el decaimiento, mis ojos no vieron en primer momento a la casa, pero sí a mis años fuera del pueblo.

Esa casa, enorme, pero de una sola planta, bella, más chapucera y desproporcionada, eterna, pero abandonada, postrema, aunque vieja y arruinada, era una paradoja en sí misma; y yo era parte del bucle, y la única cronista capaz de apreciar su linealidad histórica.

Si mi vista no me engañaba, solo había casa, colina y cielo. El sol y el campo se habían escondido tímidamente tras el terso tejado de la vivienda. Tras la tortuosa tirada de erizadas espinas se encontraba la entrada de la estancia, abierta, incitante, como si no tuviera nada que ocultar, y aun así, nadie había irrumpido en ella en los últimos abriles, junios o agostos, o peor aún, eneros.

Ya dentro, la luz empapaba de dorado las paredes de la casa, reflejando el cielo en el suelo y sol en el cielo. Una fuerte cortina de viento rodeaba mi cuerpo. Esto no es la entrada, pensé, es la salida.

Paredes de corcho desgajadas por el suelo daban paso a más luz del horizonte solitario. Muebles blancos y vanos, tapias blancas y huecas, una pregunta me nacía; ¿El tiempo absuelve? ¿Cómo si no es posible, tras tantas tormentas y el peso del olvido, la blancura y pureza de este sitio? ¿Dónde está la mugre, dónde está la vida del desorden que a tanta fauna da cobijo? Abandono estéril, quebranto plástico, luz eterna impelida por el reflejo de la pureza aislada. ¿Es esto el apocalipsis? ¿Es así como acaba todo?

Crucé la casa de un lado a otro, acompañada de la soledad de los cómplices. Si así era cómo acababa todo, quería ver cómo había empezado. Los ojos dolían por la presión que la luz ejercía sobre ellos, mis piernas se movían fatigosamente por el vigoroso viento del verdugo, y tras una crisis de dolor, salí de la casa, y pude ver el sol.

El sol se apagó. Era un faro, blanco, manchado de ceniza, carbón y estaño. Unas aspas giraban en su tejado, en vano.

Estaba cerrado. Una ventana, de cristal plomado, dejaba entrever el interior del faro. Una mesa, llena de polvo y papeles, sostenía un teléfono azul. El último teléfono, que aún esperaba la llamada que nunca llegó.