Cera y arañas
Sobre el fulgor de las vetas del suelo de madera, con sus surcos llenos de cera titilando al son de una vela, como la respiración revuelta de una casa vieja y consternada por el velatorio de las arañas de la alacena, se encontraba fijada la mirada perdida de Jara.
Una mirada lejana como las paredes que se alejaban de ella, dejando solo el abrazo del frío como consuelo por la ausencia de la luna en el cielo, y la centellada sobre sus mejillas.
Jara era pequeña. No pequeña de edad, ni de corazón, ni tampoco de estatura. Era precisamente su corazón desmedido lo que hacía sus días tan largos, su cama tan grande, y la puerta de su casa tan distante. Su dormitorio era tan vasto para ella sola que hasta el silencio rebotaba en las paredes pálidas y descascarilladas que una vez dieron cobijo a una familia de arañas. La lámpara del techo cuelga tiesa y polvorienta, desconectada de la red eléctrica.
Sepultada bajo el pesado y alto techo, y regada por la centella de sus recuerdos, Jara pasaba el frío y oscuro invierno, pero acabaría saliendo de nuevo, en la primavera tardía, a tiempo. Y entonces, su baile sería perfecto, lo digno para la música que le brotaría del pecho.